América Veneciana
Hay quienes
gozan camina bajo la lluvia aunque convenga muchas veces refugiarse en el
primer paraje, como también la otra especie de desquiciados que corre por la
ciudad, con su paso de ballet evitando charcos oceánicos. En cambio, me
encapricho a seguir mi andar, como si nada pasara, sin techos superpoblados, ni
pilotos pasados de moda, ni paraguas que se rompa ante la primera ventola.
La lluvia no siempre cae de la misma
manera si le prestas importancia, aquí en Buenos Aires, las calles se vuelven
arterias del Río de la Plata, la Venecia americana, salvaguardando que los que
flotan y navegan son automóviles de primera generación.
Sin mi goleta,
empapado de naturaleza pasado el rato siempre comienzo a temblar, pero omito el
temblequeo y sigo riéndome de aquellos, mojados igual que yo, intentan secarse
en las salamandras de algún bar.
La lluvia no desiste y de un momento
a otro comienza a vertirse de blanco, acompañado de unos ruidos pedregosos.
Suena y resuena el granizo que golpea las goletas motorizadas, destrozando todo
como manada de elefantes voladores. Parezco un idiota tratando de esquivar
aquellos elefantes que pegan ostiazos en la nuca, acelerando mi paso, sin
ocultarme en algún resguardo, creo que no habrá lugar para este hombre pasado por agua, al que ya le empieza a doler
aquello que cae del cielo. Ni el intento de mirar hacia arriba practico,
momento que me niega la entrada a un bar y no consigo reparo en el techito de
enfrente. Localidades agotadas y la “pucha” digo. Ni aprentándonos entramos en
aquel lugar…ropa pegada al cuerpo, cosa que siempre pasa, me siento en una
esquina solitaria donde encuentro un techo que me cuide de los piedrazas
blancuzcos. Tan solo un descanso para retomar aire y seguir bailando por las
calles, por que mis pasos son para el
Colon, al cruzar esos mares que te separan de la vereda. Ahora que nombre al
Colon, o a Colon, hizo recordar que en mi infancia hacia barquitos para que los
lleve la corriente. De esta manera que mi capricho llega hasta el punto de
hacer un barquito para ver si soportaba este granizo. Me las rebusque entre quiosco
y quiosco para conseguir un buen papel y me dispuse a pensarlo mientras mi
cabeza aguantaba como escudo de guerrero persa. Hoy en día los papeles son
mejores que antes pienso, mientras organizo mi origami de la manera mas titánica,
aunque el granizo acrecienta y ya mis esperanzas son casi nulas. Un desafío
entre la naturaleza y el hombre. Otro de los tantos…
Me acerco a la vereda, aunque cueste
encontrarla porque a esta altura el agua llega a mis tobillos, ruego una
plegaria, despliego la manga de mi mojado ropaje, para embarcar. Rápidamente
puedo ver como se desliza por el agua al momento que el pedrisco ataca cuan
pirata en altamar. Tomando una velocidad extraña se aleja rápidamente y dejándome
triste y solo, todavía lo acompaño con la mirada. Sin poder imaginar hasta
donde llegaría decidí correr por el, desesperado, goteante, ya amigo del agua
pero no del granizo. Corría por las veredas colmadas de gente que me frenaban
el paso, por lo que decidí encauzarme en el río que tenía nombre de calle. En
realidad no se muy bien donde estaba, o si en verdad era una calle con nombre
de río. Acelerando el paso pude llegar a alcanzarlo, las velas parecían
resistir el ataque, la ventisca bamboleaba la fragata, pero deslinde una triste
premonición al ver el papel que se deshacía. Ese barco iba a perecer titánicamente
en muy poco tiempo y no quería ser espectador de tal momento. Me di la vuelta y
emprendí el camino opuesto para desentenderme de tal desastre. Quise voltear
por ultima vez, preocupado, lo seguí fijamente con la mirada, ya mis pasos
costaban, al momento que tropecé y me zambullí en la pileta de empedrados.
Acompañado de unas risas que provenían de algún paraje, no me quedo alternativa
que mirar el barco desde el agua, a medida que me levantaba. Para nadar no me
daba el cuero. Malhumorado y congelado entras las aguas turbias de la ciudad,
pude ver mi barco a lo lejos como desaparecía. Algo extraño había sucedido, ya
no circulaba por las aguas, busque en los bocacalles cercanas y ni rastros había
de él. Por momentos quise que esos
remolinos atlánticos se apoderen de mí. Turbado y hastiado de agua ya quería
emprender el viaje de regreso, con una tristeza de pirata sin oro. Me acerque a
la parada del autobús, por suerte tenia alguna chapa desprolija que me cubría, pedí
permiso e hice un esfuerzo para no mojar a nadie. Subí al autobús y al sentarme
un niño mostraba alegremente a su madre un barco que había sido rescatado del
naufragio.
Ese mar que casi se queda sin barco
y sin capitán cuando tropecé en ese maldito empedrado, tendrá un nuevo capitán,
menos torpe que yo.
La próxima vez mejor no salgo de
casa.